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Inclinado sobre el lavabo, puso sus manos en forma de cuenco para que un poco del agua tibia que salía del grifo pudiera retenerse entre sus dedos. Pensaba en el largo día que vivió. Solía despertarse temprano, buscando conseguir algo de dinero para mantenerse. No tenía un empleo fijo, era autónomo. Esto, por un lado le daba la libertad de no tener horarios que cumplir, ni jefes que soportar, ni injusticias que acallar, pero a la vez, pagaba el precio de la inestabilidad para conseguir el dinero necesario y así poder comer, alquilar su casa y quién sabe, en las buenas épocas darse algún capricho.

La realidad económica era muy complicada en aquel momento y por consiguiente cada vez le era más difícil conseguir el dinero mínimo para sobrevivir. No obstante, insistía en hacer lo necesario para mantener el equilibrio entre pagar sus deudas y ganar lo necesario para sobrevivir. Que como un círculo vicioso lo atrapaba en el día a día.

Solía mojarse la cara con agua tibia, como último paso antes del descanso. Rutina que repetía desde que tenía memoria luego de cepillarse los dientes y mirarse un rato en el espejo. Intentaba calmar las tensiones de su rostro remojándolo bajo el chorro de agua. Pensó en su aspecto e intentó hacer memoria del reflejo que le devolvía el espejo hace 20 años atrás, cuando era aún adolescente, pero solo le vino a la memoria aquella vez que debía encontrarse con una chica y descubrió como un horrible grano salía de su frente.

No obstante, sintiendo ya, el cálido fluido que salía del grifo, insistió en recordar el aspecto de su rostro adolescente y rememoró con un poco de temor sus miedos de niño. Tenía terror de incorporarse y que el espejo le devolviera otro rostro. Tal vez el de una figura diabólica, tal vez el de algún espíritu que estuviese por allí. Tonterías de niño pensó, mientras una sonrisa distendía su cara permitiendo que un poco de agua penetre en su boca. Analizó los disparatados miedos que de niño le hacían pasar malos momentos. Aquellos temores tontos que también su hijo tiene hoy, como los de pensar que debajo de la cama hay alguien, o pensar que se abriría la puerta del armario, o el de abrir los ojos y ver un fantasma que se acercara a él. Por algún motivo, aún quedaban esos miedos en su recuerdo más claramente que la imagen de sí mismo hace veinte años atrás.

Mientras el agua se deslizaba por sus ojos y su nariz, podía sentir como relajaba su tensa frente a la vez que la humedecía. Como si las tensiones se lavasen con el agua que ya había acariciado sus pómulos mientras sus manos masajeaban toda su cara.

Volvió a pensar en aquel miedo “¿Que sucedería si cuando me vuelvo a mirar al espejo apareciera otro rostro?” Dialogaba con él mismo. Un pequeño miedo de aquella época lo absorbió y decidió no prestarle atención. El miedo es ahora mucho más real como el de no conseguir que le paguen, que su hijo se enferme o su matrimonio no funcione, eran los miedos acordes de su edad. Este pensamiento volvía a llenarle de tensiones su rostro por lo que prefirió volver a repetir la acción de mojar su cara y seguir intentando recordar cómo era su imagen hace años. Pero era inútil, no conseguía recordarlo. “Tantos años y todos los días de todos esos años, haciendo lo mismo y no consigo recordar mi apariencia” volvió a hablarse a sí mismo en voz alta. “Recuerdo imágenes de paisajes y hogares, de amaneceres y atardeceres, de amores y desamores, de partidas y regresos, de playas y bosques. Me acuerdo cuando no llegaba al lavabo y mi padre me alzaba de la cintura para lograr enjuagarme la boca, pero no puedo recordar cómo era mi rostro en mi infancia.”

Su cintura comenzaba a dolerle por la incómoda posición angulada de su cuerpo y decidió apagar el grifo. Secándose con la toalla impregnada de olor a limpio, le daba una sensación de placer absoluta. Una vez seco, incorporado y frente a frente con el espejo, se detuvo a mirarse detalladamente. Esa necesidad de recordarse volvía insistentemente a su memoria. Analizándose detalladamente reconoció en sus cejas, pelos más largos de lo habitual, que le devolvía un aspecto desprolijo. Encontró surcos en su tez que hasta el momento no se había detenido a mirar. Arrugas que como pinturas imborrables habían dibujado su ceño, maquillando su aspecto con una apariencia idéntica a la vida que llevaba. Las arrugas de su ceño calcaban sus preocupaciones como tatuajes permanentes.

Intentó en vano, desarrugar estas señales y continuó observando sus pómulos que parecían estar iguales que ayer, pero diferentes a los de hace años. Aún con la idea en la cabeza de recuperar aquella imagen de sí mismo, intentó imaginarse sin barba, con ambas manos sujetó su pelo detrás de las orejas y giró su cabeza para observar mejor su sien. Reconoció más arrugas a los costados de su cavidad ocular. Preocupado, cogió la crema anti arrugas que su mujer guardaba en el pequeño armario y se untó el rostro con la esperanza de que pudiera borrarle aquellas patas de gallo. “¿Cariño, estás bien?”- lo sorprendió la voz de su mujer-. “Hace mucho que estas en el baño”. “Si”- respondió a secas y tajantemente, mientras seguía absorbido por aquella revelación que le devolvía el reflejo del espejo, cuando siguió descubriendo que en su cabeza una calvicie aparecía rotunda y determinante. - La falta de cabello le mostraba una frente desproporcionadamente grande, aunque tampoco era de preocuparse demasiado, ya que muchos amigos de su edad, o incluso más jóvenes, ya eran mucho más calvos que él. “Si el pelo fuese tan importante, estaría dentro de la cabeza”- recordó la frase de Galeano que le volvió a dibujar una sonrisa en su rostro.

Entonces, se le ocurrió una idea: coger el delineador de su mujer y trazar con él en su rostro las arrugas de una cara sonriente. Marcó los surcos que le provocaba en su rostro la sonrisa, delineando las zonas de la piel arrugada por el acto de sonreír. Congeló su sonrisa y una a una marcó las arrugas que la risa le provocaba. “Deberían coincidir, pensó”. E ilusionado mantuvo aquella sonrisa en su rostro hasta dibujar con el lápiz una a una hasta la última arruga.

Aquel miedo de niño, volvió nuevamente a invadirlo. El terror crecía cada vez más mientras se desgastaba la punta del delineador. Nervioso, a respiraciones profundas contuvo su ansiedad. Cuando acabó de pintar la última arruga, comenzó a relajarse poco a poco los músculos de su cara, mientras los distendía, se hacía realidad su peor pesadilla. De todas las líneas que el delineador le devolvía, ninguna coincidía con las naturales que su rostro acumuló durante tantos años. Aquella pesadilla de niño, de encontrar en el reflejo de su espejo otro rostro al de él, se volvía realidad. Ya no era aquel niño risueño, ni aquel adolescente que asombrado descubría el mundo, ni el joven que reía y se enamoraba, ni el padre que miraba con asombro y felicidad a su hijo. El tiempo marcado en sus arrugas le devolvía una realidad diferente a la que él pensaba que estaba viviendo. Sus arrugas naturales mostraban un rostro tenso, preocupado, cansado, ni siquiera sus arrugas eran las de un hombre triste, sino la de un rostro acostumbrado a la monotonía de la cotidianidad.

Aterrado y derrotado, su cuerpo reflejó su caída, sentándose en el váter. Tapando su cara con ambas manos, intentó recordar en qué momento comenzó a cambiar todo. Cuál fue la elección que tomó, que lo llevó a este presente. Dónde fue a parar todo ese tiempo que pasó. Ya no era el diablo quien se reflejaba en el espejo, era la vida que él vivió, día a día, eligiéndola consecuente con sus actos, sin ser consciente de su propio destino.

 

 

                                                                                                                                                Gabriel Marcomini

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