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Relatos

JUAN

Juan se dedicaba a regalar recuerdos. Ese era su “poco común” oficio.

Sacaba de algún lugar de su memoria recuerdos vividos y los revivía en los momentos más dolorosos.

Juan no era un molesto memorioso, de aquellos que pueden recordar el número de teléfono de su primera novia. Ni en el que convergen las miradas en busca de algún recuerdo de hace tantos años…

Por el contrario, Juan tiene el detalle de cargar en sus bolsillos varios papeles con números de teléfonos y direcciones, sin nombres, y los guarda con la esperanza de recordar algún día a quien pertenecían. Es de los que apenas y con un gran esfuerzo, recuerda su propio numero de documento.

En la memoria de Juan se archivan imágenes plenamente vividas. Amaneceres en el mar. Abrazos de alma a alma. Desafíos vividos en complicidad, donde el amor se refugia y vive. Miradas. Y esos “te quieros”, utilizados en distintas situaciones y lugares donde uno nunca más vuelve a ser el mismo. Fotos de momentos creados y compartidos y gozados hasta el infinito. Donde pudimos contemplar y vivir, plena y absolutamente la felicidad.

El don de Juan, no es claro está, esta característica mental, común y admirable, sino que su milagro se completa en regalarlo en los momentos justos. En los momentos límites, donde un puñado de palabras cambia el lugar a transitar. Exactamente cuando se escogen caminos. Y si no hay que elegir, poder transformar la oscuridad, en una noche plagada de estrellas.

 

Gracias Juan……. Gracias…… Gracias por tantas estrellas.

 

Gracias.

EL SEÑOR GOMEZ.

 

El señor Gómez, deambula por alguna calle, de alguna ciudad, de algún país, de algun país, pero de este universo.

Dicen que en su bolso de arpillera, sucio, rotoso, cansado. Lleva pequeñas cositas que la gente va desechando; Saludos no correspondidos, miradas sin retorno, preguntas que no nos atrevemos a hacer, porque duele demasiado su respuesta, besos lanzados al vacío. Actos de amor, que murieron en tachos de basura.

El señor Gómez transita estos lugares buscando su propia pena y ha encontrado tantas otras, que ya no sabe cual es la suya. Su espíritu veraz, buscador y solidario, no le permite dejar tirado semejantes encomiendas. Porque piensa, y cree y está convencido que estas, pequeñas cositas, no pertenecen a la basura.

El vagabundo señor Gómez, no comprende el rechazo que él genera. Su cuerpo sucio, hediondo y agotado por su carga. Su barba amarillenta, abandonada a las lágrimas. Sus manos doloridas y deformadas por sujetar semejante peso de su bolsa. Su cuerpo encorvado por el dolor de los pasos y su carga. Genera que la gente… que nosotros no podamos…no queramos mirarlo a los ojos.

El penoso Señor Gómez, pena las penas de los que olvidan. De los que no se quieren ver. De los que se apartan de si mismos y eligen cobardemente vivir exiliados de su propia esencia.

ENCUENTRO

 

Se vieron casi por instinto. Y sus miradas no pudieron evitar el encuentro. El tiempo se detuvo y el espacio fueron ellos.

Y sus cuerpos, testigos y participes de cimbronazos de emociones, no pudieron, eximirse del contacto.

Sus sexos en latencia despertaron y crecieron, y tampoco pudieron excusar la conexión.

Y entonces, lo real se hizo etéreo, y los sueños se desplegaron hasta cubrir el horizonte y… ¡qué pequeño es el universo cuando vivimos infinitos!.

Las palabras callaron cuando sus bocas se abrieron lamiéndose con amor sus corazones. Y abriéndose sin despojos los pechos hasta el cielo y hasta el alma. Permitiendo el intercambio. Aventurándose a la creación.

Pero la conciencia… ¡Ay! la conciencia… furiosa gritaba moralidades al vacío. Predicando como un pastor colérico en su templo, acusaba el atrevimiento, encarcelando su milagro entre morales y éticas.

¿Si fue real o no? Quién lo sabe. Mi mente juega entre mis deseos y realidades. Quizás como venganza de aquella noche donde los templos de la razón, quedaron vacíos.

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Héctor es un médico rural. Entrado ya en sus 50 años de vida y en sus casi 25 de profesión atendió muchos pacientes con las patologías más diversas, obligándolo a vivir momentos muy intensos, pero a pesar de su larga trayectoria en la medicina, nunca pudo construir del todo aquella coraza que su profesión le obligaba a formar para protegerse de los dolores que su trabajo lo enfrenta. 
Su vocación y sensibilidad, oscilan en su personalidad produciéndole una aparente contradicción. Involucrarse y sufrir las consecuencias del destino que ni el mejor de los galenos es capaz de controlar.
Sin embargo Héctor, siempre le deja una puerta abierta a las dudas y a los dolores morales de la contradicción. Nunca pudo evitar que la muerte y el dolor ajeno deje de afectarle, y cada vez que su entereza personal se veía sosegada, acudía a la casa de su viejo amigo Ramón.
Don Ramón era un hombre entrado en edad. Vivía en una humilde casa de campo en las afueras de la ciudad y solía pasarse las tardes contemplando el horizonte bajo la fresca sombra de los inmensos eucaliptos que él mismo había plantado en su infancia, cuando apenas eran unas pequeñas varas endebles y flexibles. En la Pampa, Provincia de Buenos Arires, Argentina, el campo llega al cielo y el horizonte se funde entre verdes planicies que los ombús decoran de tanto en tanto. Creando su propio tiempo y espacio.
Tras la faena y después de un almuerzo digno de tal esfuerzo, venía una de las horas más felices. Acompañado de Salchica, su fiel y pequeño perro, quien lo seguía allí donde el anciano iba. Ambos se sentaban a la sombra entregados al silencio y al descanso. Interrumpido esporádica y armoniosamente por la rascadera del perro debido a  alguna  picadura de pulga.
Ramón solía quedarse durante horas allí en soledad, que es más intensa en el medio del campo,  según él mismo decía. 
Ambos Ramón y Salchicha, contemplaban en silencio la maravilla del momento. Escuchaban el canto de los pájaros, el sonido que provocan las hojas de los árboles cuando son movidas por la brisa de verano. Sentían el fresco aroma de los eucaliptos que expandía aún más cada respiración, y allí, compartían el momento que trasciende las razas y las especies. 
Héctor, cada vez que su ocupación se lo permitía, solía recorrer kilómetros para salir de la ciudad. Dejaba atrás el smog, los edificios y las rutinas citadinas para adentrarse en las pampas de un campo que se perdía en el horizonte, entre algún rio seco y pequeños bosques de árboles que el tiempo los dejó sobre la tierra y supieron crecer atravesando adversidades. Era el momento de conexión consigo mismo. Nunca dejó de sentir un cosquilleo cada vez que se acercaba a “La calma” nombre del pequeño campo de Ramón.
Allí, solían quedarse Ramón, Salchicha y Héctor contando anécdotas. Hablaban de alguna mujer, de los hijos, los animales, las cosechas y del clima. Alertas a las tormentas temiendo quedarse atrapado en el campo por los caminos de tierra que debía atravesar para llegar a la ruta. Pero lo que más le gustaba a Héctor no eran las conversaciones, que aún así lo atrapaban, sino los silencios que compartían sin ninguna incomodidad. Vivían el momento solo estando allí, compartiendo miradas, sonidos y horizonte que los envolvía.
Al doctor le encantaba escaparse allí. Aprendía mucho de Ramón, quien se detenía en escoger cada palabra meticulosamente, con pausas que resaltaban cada frase comunicando su idea de una forma chamánica. 
El docto vivía con un ritmo vertiginoso y rutinario, no sólo debido a su profesión, sino también porque inmerso en la ciudad, el carácter se tiñe de características urbanas aunque no siempre se deseen. En contraste, cada vez que visitaba a Ramón, sentía una calma que difícilmente encontrase en otro lugar. Al escuchar el canto de los pájaros, el mugido de alguna vaca y el silencio que de por sí aturde en aquellos lugares naturales, le obligaba a reencontrarse con su propia respiración. Solía interrumpirse sin perderla, por alguna pulga de Salchicha, sus posteriores rasqueteos con las patas traseras y el sonido gutural de Ramón para que deje de hacerlo.
Fue pues, en medio de un silencio, cuando el galeno recordó unas palabras que Ramón había pronunciado hacía ya unos años, cuando unos conocidos en común le socavaban bromas por su actitud callada y serena. El anciano los miró con su parsimonia habitual y dejando escapar una breve pero intensa sonrisa les soltó “Sabio no es el que habla, sino el que escucha”
“Ramón”, dijo el galeno, interrumpiendo su propio recuerdo. “Tengo sus análisis.”
Al viejo le bastó con una profunda e intensa mirada de su amigo para entender lo que venía a decirle y luego de detenerse un momento bajando los ojos le contestó. “Está bien”
“Perdón Ramón” repuso el galeno, “pero los análisis no han salido bien. Le recomiendo que vayamos al hospital. Sería importante iniciar un tratamiento, ya que los resultados son realmente preocupantes”.
Ramón volvió a repetir las mismas palabras, con el mismo tono, pero esta vez, sostuvo la mirada a los ojos de su amigo. Respiró profundamente, permitiendo que el aire mentolado de los eucaliptus invada sus pulmones, miró a su pequeño perro que devolvió su mirada y agregó un acelerado movimiento pendular de su rabo como a la espera de alguna propuesta, reposó una vez más su mirada en el horizonte recorriendo el celeste cielo pintado abstractamente con algunas nubes y preguntó “¿Tiene cura?”

Héctor, cuya tristeza humedecía sus ojos dudó, entre una explicación doctrinaria o un fuerte abrazo. Hasta que finalmente dictaminó “Si el tratamiento resulta efectivo tenemos la posibilidad de detenerlo por un tiempo. La cura en sí, podría decir que es un milagro”
Un intenso y profundo silencio se instaló el paisaje, una procesión de emociones encontradas transitaron por los cuerpos unidas por el mismo silencio. “La vida es un milagro Héctor, la muerte es la verdad que la acaba” Dijo Ramón rompiendo el silencio e inmediatamente señaló el cielo. “Parece que viene tormenta. ¿Te quedas a dormir?” 
“No.  Mañana tengo guardia” respondió rápidamente el galeno y partió rumbo a su coche luego de estrecharse en un profundo abrazo de amor y respeto mutuo.
Nunca olvidó a su amigo, a sus palabras que se mantenían eternas desafiando el tiempo, gracias a la verdad y a la memoria.
Nunca pudo quitarse de la cabeza una de las últimas veces que vio a Ramón bajo los eucaliptus, su cuerpo mostraba ya  los síntomas de la enfermedad, que poco a poco lo fue apagando. Aquel día llegó y lo encontró como habitualmente lo hacía, bajo las frescas sombras de los frondosos y aromáticos árboles.
“Buenos días don Ramón, ¿Cómo va todo?” El viejo lo miró y con una sonrisa que desafiaba la tristeza y empequeñeciendo hasta la mismísima parca le contestó pausadamente “Aquí estamos Doctor, aprendiendo a morir, que es lo último que se aprende”.

Ramón

El Señor Gomez
00:00 / 04:27

Guitarra y música: Eugenio Moschini. Voz y texto: Gabriel Marcomini.

Extraído del programa de radio "El Tren". Año ¿2004? Gracias a mi querido amigo y conductor  Gustavo Sombra.

Juan
00:00 / 03:45

Guitarra y música: Eugenio Moschini. Voz y texto: Gabriel Marcomini.

Extraído del programa de radio "El Tren". Año ¿2004? Gracias a mi querido amigo y conductor  Gustavo Sombra.

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Cicatrices.

Las cicatrices son como tatuajes naturales de algunos pasos desafortunados en nuestro tránsito por la vida. Surcos o estrías que aparecen en nuestra piel para recordarnos eternamente ese momento. Es verdad que las heridas que uno se hace de pequeño en gran parte suelen desaparecer. Es como si hasta nuestra propia piel, nos perdonase la imprudencia del acto.

Hablo de cicatrices que no fueron algo dramático en nuestras vidas, sino de aquellas provenientes de torpezas o infortunios más habituales en la infancia, pero que cuando se hacen de adultos, el cuerpo no se olvida y uno tampoco.

Son curiosas las cicatrices, son como huellas dactilares que en cierta forma nos definen. Y aunque algunas de ellas puedan quedar ocultas por la ropa, también hay otras, que se ostentan impunes en nuestro rostro abierto al mundo. 

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Lo cierto es que ayer tuve un accidente. No soy torpe, ni distraído, tampoco los sufro habitualmente. Por poner ejemplos y sin buscar consuelos, tengo un amigo calvo que habitualmente se golpea la cabeza con tal violencia que se hace importantes cortes. Es habitual en él. Quien lo conoce sabe que es muy probable que al estar con él le pase.

¿Quién sabe qué rituales tiene cada uno en su vida? pero lo de él, es realmente llamativo y visual porque su calvicie   parece un cuadro de Pollok. También tengo otros amigos que su cicatriz sugiere un TA TE TI o Tres en raya sin resolver. Cada uno con su historia y su anécdota. Estoy seguro, que mientras me lees, también recordarás la tuya.

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Lo mio no fue nada grave, ninguna tragedia afortunadamente. Sólo un golpe en el rostro que me llevó dos puntos en la frente, rayones importantes en el pómulo, en la boca y en mi próspera nariz. Nada que el tiempo no cure pero quedarán mis nuevas bragaduras hasta la muerte. Es inevitable debido al porrazo que me di contra un árbol.

Es difícil explicar qué me pasó. No por la complejidad del accidente, sino por una cuestión de orgullo. La verdad es que me llevé por delante un árbol mientras caminaba. ¿Las excusas? Las prisas, el llegar tarde, el salir dormido, mis hijos (que siempre son una buena excusa), y todas las que me pueda imaginar y reconforten con cierto consuelo. Pero ninguna es la verdad.

Boludo, es una palabra que define casi a la perfección la verdad del hecho. Así, sin anestesia y sin falsos consuelos. Boludo es más que la suma de cada una de sus letras, por eso no hay ningún sinónimo que refleje su concepto. Imposible de traducir. Tengo que aceptarlo, aunque me queme el orgullo. Es la única forma de seguir adelante sin chocarme contra árboles o cualquier cosa que se interponga en mi camino.

Ya está, me acepto como tal. Aunque no delante de cualquier desconocido. Porque aunque se que a todos nos ha pasado, tampoco es necesario gritarlo a los cuatro vientos. Es curioso ver como se acerca la gente a preguntar. Se entiende que se hace por una cuestión de cariño e importancia. Pero cuando la respuesta honesta es como pegarse los dientes contra un canto, la pregunta duele. No por la pregunta en sí, sino por el orgullo que todo boludo necesita resguardar. Por ello,  suelo quedarme callado un poco más de lo normal y he comprobado que muchas personas se responden su misma pregunta. Es notable la imaginación de la gente. Las hipótesis que se imaginan y sueltan por la boca sin detenerse a pensar que habla más de ellos, de lo que quieren saber de mi. Sin embargo prefiero callar, cualquier versión es menos dolorosa que la original en este caso. Este elevado número de versiones ha llevado a una confusión general. Por eso prefiero escribir la verdad de los hechos para los que leen, que siempre se acercan un poco más a la intimidad.

Dicho lo dicho, ¿Ahora qué? No soy una persona que se quede con una sola respuesta, porque la verdad tiene varias certezas previas. Soy mas bien, de los que van a la profundidad. Los que siguen buscando lo que hay debajo de cada capa. Sin obsesiones ni demasiado misticismos, pero con la honestidad que me merezco hacia mi mismo.

Sin ánimos de extenderme en este pseudo relato, puedo decir después de mucho reflexionar, que muchas veces voy por delante de donde estoy. Claro ejemplo de lo que sucedió. Quería estar en la esquina y estaba en la mitad de la calle y justo delante de mi, estaba el árbol. Que nada entiende de tiempos, prisas y estrés. Esperándome paciente, para dejarme esta cicatriz como eterno tatuaje del presente.

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¡PUM!

Cuando la luz pasa a través de un prisma, descompone el rayo en sus colores primarios. Es como ver todas las versiones del rayo al mismo tiempo. Nos entrega una visión tridimensional de su existencia.

Hay momentos de la vida, en que me ha tocado transitar hechos que ejercen el mismo efecto en mi. Dejan en evidencia todas mis versiones primarias. Así, al descubierto, quedo vulnerable y frágil. Exponiendo todo lo que me compone a simple vista. Desde mis bondades hasta mis miserias. Estos hechos que me transforman, me descomponen, cambian mi rumbo y hacen que ya nunca pueda ser como era antes. Y entonces, desde la descomposición, desde el romperme en tantos pedazos que ya no pueden volver a unirse, me voy transformando en otra versión de mi mismo.

Inmerso en resiliencia absorbo océanos de dolor. Gracias a ella, puedo transitar oscuridades frías y tenebrosas. Así es la verdad. Dolorosa y a la vez liberadora. Que me impulsa con la tensión de su arco hacia mi nueva versión, que voy forjando como puedo, según las decisiones que armen mi destino desde la incomodidad del barro.

Pero cuando las brújulas enloquecen, cuando se nubla y se confunde el cielo con el fondo del mar, cuando se da vuelta el barco ¿Cuál es mi referencia? ¿Cuál es la estrella que orienta mi rumbo? Si la miseria tiene más razón que la bondad. ¿A cuál escucho? ¿Con cuál de ellas elijo?

Bien adentro donde estoy, ya tampoco tengo refugio. Lo que queda de mi está destrozado y en ruinas. Mis grandes certezas se derrumbaron impasibles llenando todo de polvo. Y ahora todo huele igual. Hasta la inocencia es sospechosa.

Entonces ahora, ya no sé quién seré, después de acabado yo mismo.

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Que lindo sería.

Que lindo seria hacernos un poquito bien. Que bien nos vendría sentirnos mejor, un poco aunque sea. Cerrar la puerta para que no nos entre tanto el frió, para que no nos enfriemos en caricias ni en abrazos.

Qué bien que nos haría templarnos un poquito el alma, dejarnos encender, quemarnos sin matarnos.

Y vibrando resonar,  así como el viento entre las doradas hojas de los álamos.

Que bien nos haría recordar, pasarnos de nuevo por el corazón, y despojarnos de la cobardía del no dejarnos querer, del impedirnos entrar. Del no atrevernos a ser.

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